Estaba acostado sobre su hombro izquierdo, mirando las bailantes franjas del tapiz que colgaba de su pared. Quería darse vuelta, pero no decidía aún cómo hacerlo. Podía girar hacia la derecha, mirando el techo para luego posar los ojos en la pared del otro lado, pero tendría que levantar la sábana con la mano para que no se mimetice con el movimiento de su cuerpo, y no olvidarse de la almohada a la que dormía abrazado todas las noches. O bien, podía girar hacia la izquierda, teniendo que levantar unos centímetros su pecho para así lograr trasladar la almohada al otro lado, mientras también giraba él para no abandonarla. Pensaba que, si se moría en ese preciso instante, no sabía qué harían con su cuerpo, si lo enterrarían ahí mismo, o si lo enterrarían. Su brazo izquierdo, aplastado por la almohada y su cabeza, estaba empezando a dejar que las hormigas se apoderaran de él. Lo retiró antes de que sea demasiado tarde, y giró un poco para quedar boca arriba. Tragó con esfuerzo, y vio el cruce de dos caminos, en el que había una camioneta azul estacionada al costado, con una botella de gaseosa llena de agua apoyada en su techo. Un hombre aparecía de la nada, agarraba la botella, la destapaba mientras se agachaba, y la vaciaba en un pequeño pozo que había en el suelo. Decía unas palabras, y tapaba el agujero empujando la tierra con sus manos. Se levantaba y se sacudía las manos, y después se las llevaba a la nariz. Aspiraba y cerraba los ojos. Un mosquito se apoyó en el techo, sin pensar que hacía demasiado frío como para poder sobrevivir. Levantó las sábanas, agarró la almohada y giró hacia la derecha una vez más.
Esta no es una historia que inventé yo, sino que se inventó sola, mientras un piji revoloteaba dentro de auto gris. Lo único que estoy haciendo aquí es escribirla. Muchos años antes que esta tarde, allá por diciembre del dos mil tres, entré a la habitación de mi madre. Tenía diez años. Ella estaba en su cama, con los ojos todavía húmedos, abrazada a uno de mis hermanos. Hacía una semana que su madre, mi abuela, había fallecido. Trataba siempre de llorar en silencio, en su cuarto, para no entristecernos, para que seamos menos infelices, quiero creer. En ese momento hablaba con mi hermano de algo que no no escuché. Ahora, supongo que ella le estaba contando anécdotas de Carmita, su madre, porque le hablaba con una voz suave y lenta, en un susurro envolvente, mirándolo tiernamente a los ojos desde arriba mientras le acariciaba los rulos. Lo miraba a él, y la miraba a ella. Mi hermano tenía la vista puesta en la pared, o en otro lugar, en los lugares que mi madre le relataba, y la boca
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