¿Existirá algún lugar que no haya sido tocado de alguna manera por el hombre? Me refiero a los lugares que no sintieron ningún contacto con la gente, sea cual sea, directo o indirecto. Por más chiquito que sea. Un rinconcito que no dé directamente a la entrada de una cuevita que esté a miles y miles de metros en el fondo del medio del Atlántico. O bien abajo de la superficie de la tierra, ahí donde -todavía- no llegaron los pozos de la minería a cielo abierto, que esté entre piedras duras, durísimas, y entre tierra dura como piedras no tan duras. El espacio que deja el fuego en el instante en el que se apaga, porque el fuego es provocado por el hombre, pero no es del hombre. Quizás exista alguno, donde el aire no sepa lo que significa la pólvora, ni acostumbre chocar con edificios, ni sea soplado por ninguna boca que descansa del trabajo. Donde la tierra se mueva sólo por sus ganas, y no sea forzada a parir y criar hijos. Donde las cosas sean del color que quieran, porque no van a haber ojos que les digan si ser rojas o blancas.
Esta no es una historia que inventé yo, sino que se inventó sola, mientras un piji revoloteaba dentro de auto gris. Lo único que estoy haciendo aquí es escribirla. Muchos años antes que esta tarde, allá por diciembre del dos mil tres, entré a la habitación de mi madre. Tenía diez años. Ella estaba en su cama, con los ojos todavía húmedos, abrazada a uno de mis hermanos. Hacía una semana que su madre, mi abuela, había fallecido. Trataba siempre de llorar en silencio, en su cuarto, para no entristecernos, para que seamos menos infelices, quiero creer. En ese momento hablaba con mi hermano de algo que no no escuché. Ahora, supongo que ella le estaba contando anécdotas de Carmita, su madre, porque le hablaba con una voz suave y lenta, en un susurro envolvente, mirándolo tiernamente a los ojos desde arriba mientras le acariciaba los rulos. Lo miraba a él, y la miraba a ella. Mi hermano tenía la vista puesta en la pared, o en otro lugar, en los lugares que mi madre le relataba, y la boca
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