Saltó la verja que separaba su jardín delantero de césped desaliñado de la calle sobria. Podía ver cómo su remera se quejaba de los golpes que daba su pecho. Caminó unas cuadras, la luz era contagiosa. Y su cabeza se moría de ganas de no pensar más. Y sus piernas le pedían correr, viajar, salir. Volar. Abrió la puerta del bar, y se sentó en la mesa más cercana a la oscuridad. No quería llamar los ojos de nadie, y deseaba que alguien se sentara con él. La pata izquierda de la silla era un poco más cortita que las otras, y acomodó la goma de la suela de su zapatilla abajo de ésta para equilibrarla. Terminó su soda, y salió mirando a los demás clientes con los ojos un poco cerrados y la cabeza levemente inclinada hacia el suelo. El aire gélido le pidió una sonrisa, y no se la negó. A cada segundo que pasaba, sentía su cabeza enfriarse de afuera hacia adentro. Palpaba el cambio de pensamientos. Los del calor se dormían, acurrucados y arrullados por los del frío. Sacó un cigarrillo y lo encendió. Y se quedó allí, mirando las baldosas rotas de la vereda de su casa, mientras escupía el humo con la boca exageradamente abierta. Pero, en lo más recóndito de su razón, sabía que seguía siendo él mismo.
Esta no es una historia que inventé yo, sino que se inventó sola, mientras un piji revoloteaba dentro de auto gris. Lo único que estoy haciendo aquí es escribirla. Muchos años antes que esta tarde, allá por diciembre del dos mil tres, entré a la habitación de mi madre. Tenía diez años. Ella estaba en su cama, con los ojos todavía húmedos, abrazada a uno de mis hermanos. Hacía una semana que su madre, mi abuela, había fallecido. Trataba siempre de llorar en silencio, en su cuarto, para no entristecernos, para que seamos menos infelices, quiero creer. En ese momento hablaba con mi hermano de algo que no no escuché. Ahora, supongo que ella le estaba contando anécdotas de Carmita, su madre, porque le hablaba con una voz suave y lenta, en un susurro envolvente, mirándolo tiernamente a los ojos desde arriba mientras le acariciaba los rulos. Lo miraba a él, y la miraba a ella. Mi hermano tenía la vista puesta en la pared, o en otro lugar, en los lugares que mi madre le relataba, y la boca
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