Suena el parche de un bombo, o quizás un tambor, no sé bien. BUM, bumbum BUM, bumbum BUM, bum, bum, bumbum BUM, bumbum BUM, bumbum BUN, bum, bum. Al ratito aparece un piano. Se sienten los deslices en las teclas, y me imagino que tal o cual sonido proviene desde más allá, o desde más acá, dependiendo si son plines o pluuumes. Son dos instrumentos, y pienso que uno puede prestarle atención perfectamente a los dos, esforzándose en seguir la melodía de los plines y pluuumes, y saltando rápidamente al BUM, bumbum BUM, cuando ellos hacen aparición. Así, voy corriendo de uno en otro, siguiendo las dos melodías en forma. Siento que logré descifrar algo muy importante, algo que debería escribirlo para poder recordarlo más adelante. Pero algo pasa. En determinados momentos, entre los bumes y los plines y los pluuumes, hay otro sonido. Uno que se asoma tímido, pero que podría tener la fuerza de mil gigantes. Un acordeón susurra algunas cosas, pero solo en momentos en los que yo pienso que no lo va a hacer. Pasan cinco segundos, y todavía no puedo adivinar la melodía de este intruso. Pero, después de un rato, me encuentro con que no se repite, no tiene algo que decir que sea igual a algo que ya se haya dicho. Está hablando, como quejándose de algo. Quizás de los otros dos que no lo dejan entrar, siempre repitiendo esos bumes, plines y pluuumes, jugando entre ellos nomás. Aún así, trabajando mucho, puedo seguir esta conversación, este juego, esta disputa. Y, cuando termina, me siento exhausto. Y triste por el acordeón. Y feliz por los otros dos. Y satisfecho con mi descubrimiento.
Esta no es una historia que inventé yo, sino que se inventó sola, mientras un piji revoloteaba dentro de auto gris. Lo único que estoy haciendo aquí es escribirla. Muchos años antes que esta tarde, allá por diciembre del dos mil tres, entré a la habitación de mi madre. Tenía diez años. Ella estaba en su cama, con los ojos todavía húmedos, abrazada a uno de mis hermanos. Hacía una semana que su madre, mi abuela, había fallecido. Trataba siempre de llorar en silencio, en su cuarto, para no entristecernos, para que seamos menos infelices, quiero creer. En ese momento hablaba con mi hermano de algo que no no escuché. Ahora, supongo que ella le estaba contando anécdotas de Carmita, su madre, porque le hablaba con una voz suave y lenta, en un susurro envolvente, mirándolo tiernamente a los ojos desde arriba mientras le acariciaba los rulos. Lo miraba a él, y la miraba a ella. Mi hermano tenía la vista puesta en la pared, o en otro lugar, en los lugares que mi madre le relataba, y la boca
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