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encuentro mocoso


Hay mucho silencio. Es un silencio expectante. Un silencio ansioso. Sabemos que aparecerán en cualquier momento. Como una defensa aguardando por un ataque que nos dejará exhaustos. Al otro lado del pasillo se siente un rumor. Las voces de los soldados crecen a medida que avanzan. Aparece uno, otro, y los demás. Pero no vienen corriendo a la carga, como todos esperábamos. Se acercan a pasos cortitos. No se nos abalanzan. De nuevo, el silencio cae de igual manera para ellos como para nosotros. Uno de ellos se acerca y, con los dedos ocupados en doblar o apretar algo extremadamente chiquito y la mirada en el piso, se posa al frente de uno de los nuestros. De repente, hizo algo que logró quebrar la distancia que nos separaba, y nos movió, como cuando a uno lo golpean o le soplan la cara inesperadamente, el alma. El abrazo fue rápido y certero. Logramos acceder a secretos confidencialísimos, sin siquiera recurrir a la fuerza física. Uno de los de ellos estaba resguardado bajo un edificio de toboganes y madera. Me le acerqué, y su cara me hizo entender que no sería tarea fácil. Gruñía a todo aquél que quisiera hablarle. Me metí dentro de su guarida y, sin decir una sola palabra, saqué mi celular e inicié un juego de muchos colores y ruidos monofónicos. Su semblante se replanteó, y me lo arrebató. Empezó a apretar los botones, hasta que una musiquita trastornadora indicó que el juego había finalizado. Me miró severamente y me extendió el aparato. Lo volví a iniciar, y se lo entregué. Su risa espontánea fue como un apretón en el corazón. Y ya no hubieron ni ellos ni nosotros. Hubieron ellos subidos a hombros de nosotros; ellos corriendo perseguidos por nosotros; nosotros recibiendo pinceladas rosas y verdes de ellos. Hubieron ellos comiendo tortillas mojadas en mate cocido con nosotros; nosotros sosteniendo aros de básket para los tiros de ellos. Y hubieron, al final, nosotros y ellos llorando con ellos y nosotros.

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