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encuentro mocoso


Hay mucho silencio. Es un silencio expectante. Un silencio ansioso. Sabemos que aparecerán en cualquier momento. Como una defensa aguardando por un ataque que nos dejará exhaustos. Al otro lado del pasillo se siente un rumor. Las voces de los soldados crecen a medida que avanzan. Aparece uno, otro, y los demás. Pero no vienen corriendo a la carga, como todos esperábamos. Se acercan a pasos cortitos. No se nos abalanzan. De nuevo, el silencio cae de igual manera para ellos como para nosotros. Uno de ellos se acerca y, con los dedos ocupados en doblar o apretar algo extremadamente chiquito y la mirada en el piso, se posa al frente de uno de los nuestros. De repente, hizo algo que logró quebrar la distancia que nos separaba, y nos movió, como cuando a uno lo golpean o le soplan la cara inesperadamente, el alma. El abrazo fue rápido y certero. Logramos acceder a secretos confidencialísimos, sin siquiera recurrir a la fuerza física. Uno de los de ellos estaba resguardado bajo un edificio de toboganes y madera. Me le acerqué, y su cara me hizo entender que no sería tarea fácil. Gruñía a todo aquél que quisiera hablarle. Me metí dentro de su guarida y, sin decir una sola palabra, saqué mi celular e inicié un juego de muchos colores y ruidos monofónicos. Su semblante se replanteó, y me lo arrebató. Empezó a apretar los botones, hasta que una musiquita trastornadora indicó que el juego había finalizado. Me miró severamente y me extendió el aparato. Lo volví a iniciar, y se lo entregué. Su risa espontánea fue como un apretón en el corazón. Y ya no hubieron ni ellos ni nosotros. Hubieron ellos subidos a hombros de nosotros; ellos corriendo perseguidos por nosotros; nosotros recibiendo pinceladas rosas y verdes de ellos. Hubieron ellos comiendo tortillas mojadas en mate cocido con nosotros; nosotros sosteniendo aros de básket para los tiros de ellos. Y hubieron, al final, nosotros y ellos llorando con ellos y nosotros.

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Esta no es una historia que inventé yo, sino que se inventó sola, mientras un piji revoloteaba dentro de auto gris. Lo único que estoy haciendo aquí es escribirla. Muchos años antes que esta tarde, allá por diciembre del dos mil tres, entré a la habitación de mi madre. Tenía diez años. Ella estaba en su cama, con los ojos todavía húmedos, abrazada a uno de mis hermanos. Hacía una semana que su madre, mi abuela, había fallecido. Trataba siempre de llorar en silencio, en su cuarto, para no entristecernos, para que seamos menos infelices, quiero creer. En ese momento hablaba con mi hermano de algo que no no escuché. Ahora, supongo que ella le estaba contando anécdotas de Carmita, su madre, porque le hablaba con una voz suave y lenta, en un susurro envolvente, mirándolo tiernamente a los ojos desde arriba mientras le acariciaba los rulos. Lo miraba a él, y la miraba a ella. Mi hermano tenía la vista puesta en la pared, o en otro lugar, en los lugares que mi madre le relataba, y la boca

mientras te amo

Hace veinte minutos que estaba pedaleando, y ella seguía descansando. ¿No iba a cambiar jamás? Apenas aceleraba una vez que yo empujaba con fuerza con mi pie. Y sí, un botecito a pedales para dos personas es muy difícil de mover con un par de piernas. Pero no le iba a decir nada, claro. Si hace dos semanas que no nos veíamos; hoy tengo que callarme y obedecer. Además, ¡cuánto la extrañaba! –       ¿Me estás escuchando? –me preguntó, sacándome de mi estupor. –       Obvio, mi amor. Pasa que estoy concentrado en el recorrido de esta cosa –le dije –       Bueno. Entonces, el profe me dijo que no necesitaba sí o sí hacer la carpeta, pero que, por lo menos, le entregue la tarea que era para la semana pasada –siguió ella. Las olitas que se formaban cuando pasábamos con el bote no llegaban a los dos metros de vida. Morían rápidamente, pero más allá se formaban otras, empujadas ahora por el leve suspiro de la brisa que corría. Y estas nuevas olitas eran más resistentes, y casi llegaba

tu te quiero

Tu te quiero rápido y directo, lanzado así porque sí, es más sanador que mil terapias. Te devuelve la parte que creías perdida, que creías se había ido allá, a ese lugar donde están ustedes, donde no puedo estar, pero estoy también. Tu te quiero, mientras salís disparada yéndote a hacer nosequécosa, sin esperar que te diga mi yo también, te hace salir, otra vez, de ahí, de donde no querés nunca estar, de donde muchas veces cuesta salir. Te ayuda a saber que, estés donde estés, me vas a querer. A tu te quiero, que no espera mi yo también, no le hace falta esperarlo, porque ya lo conoce. Ya sabe que mi yo también va a estar siempre, como tu te quiero, aunque a veces tu te quiero sea más importante y más movilizador, y más buenito, porque no espera mi yo también, porque ya sabe que está, no le hace falta escucharlo. Tu te quiero te sirve la comida, te plancha la ropa, te tiende la cama, te limpia la casa, te abraza, y te besa. Tu te quiero te acompaña. Tu te quiero me acompaña.