La escena no era clara, pero por momentos la lucidez invadía la imagen. Yo miraba a mi amigo -que, ahora, no sé muy bien quien era-, los dos apoyados en una baranda, una barra, o algo así. Pero uno de un lado y el otro del otro lado. Él miraba algo que estaba detrás mío. Cuando me dí cuenta, giré mi cuerpo hacia donde apuntaban sus ojos. Claro, todo esto lo veía desde el frente. Y sí, me veía a mi mismo, pero no me detuve en eso. Quizás, si todo esto hubiese sido racional, el detalle sobre mi persona tendría una extensión un poco más considerable. Debe ser fantástico poder observarse en vivo y en directo fuera de tu propio cuerpo. Ver desde qué ángulo te ves más pelotudo o cómo te ves cuando te reís y cerrás los ojos.
Lo que vi fue una chica que hablaba sobre algo que no escuchaba, tal vez porque no emitía ningún sonido, o porque lo que realmente importaba no era oírla, sino verla hablar. Me estaba mirando a mí, pero también a mi amigo. Si me fijaba detenidamente, un ojo -el derecho- se posaba en los míos, y el otro en los de él. Pero si dejaba de analizarlos era, simplemente, eso: nos miraba a los dos. A los dos juntos. Y a los dos al mismo tiempo. Aunque un metro nos separaba a mi amigo y a mí, la mirada de aquella mujer nos juntaba en uno solo. En una sola persona que tenía dos cuerpos distintos. Y cuando la de ella nos juntaba, la mía también lo hacía. Pero, si quería, podía pensar en vernos separados otra vez, y listo, nos separábamos. Aunque, por alguna extraña razón, no quería.
Comentarios
Publicar un comentario