Cuentan los viejos que, hace muchos años, existió un animal, una bestia, que supo domar el destino de los hombres. Wañuchej, que así lo llamaron, hizo que los niños de ese entonces no conocieran el monte espinoso; que los perros dejaran de ladrar a lo conocido y desconocido; que las mujeres temieran confiar en su sueño en las noches serenas; que los hombres cargaran su Winchester al hombro el día entero. Había sido muy pocas veces avistado. Las señoras, niños o viejos que apenas alcanzaban a verlo, le atribuían características cuasi divinas. El silencioso caminar agazapado, la pelambre dorada y oscura a la vez, los ojos de un viejo sabio y de un joven cazador, los enormes dientes de marfil protectores de una lengua paciente y sedienta, la cola movediza y astuta como una yarará amenazada. Fue, según dicen, el que determinó la vida, la muerte, la crianza y la incertidumbre de la época.
Entre los pueblos del noroeste argentino de la última década del siglo diecinueve, Wañuchej pasó a ser conocido como el diablo más temido. Nombrado en boca de un niño que asustaba a su pequeño hermano ocasionaba golpizas de parte de su padre. Las viejas pedían vivir hasta que Wañuchej se las llevara de este mundo. Los hombres, atravesados por las quimeras del tinto, juraban ser ellos quienes pondrían fin a este monstruo.
Su historia comienza de pequeño. Una fría tarde de agosto de 1884, Pedro Cativa ascendía al cerro con su hijo Ornelio. El niño había cumplido ya los seis años, y su padre lo estaba por iniciar en la vida de un hombre. Era un camino peliagudo, sin senderos, sin acompañantes, sin abrigos ni alimentos. Sin nada. Ellos dos, solos, en la eternidad de la montaña. Una vez en la cima, Pedro le enseñó a su hijo los diferentes poblados que, desde allí, se distinguían. Entrada la noche, Ornelio comenzó a descubrir la magia de las estrellas, que formaban una pelusa blanca en el puyo negro del cielo. La ceremonia consistía en pasar la noche en ese lugar, al farol de la luna, sintiendo el alma de los antepasados agraciar al nuevo hombre.
Wañuchej, que por esos días era un pequeño y anónimo cachorro de león, agonizaba cerca del alto, tendido sobre una gran peña, dejando que las lagartijas lo usaran de trofeo. Una brisa le alcanzó el olor de los hombres, que dormían apretando las dentaduras para resistir al frío. Hay quienes dicen que ese fue el aliento de la muerte. Otros, afirman que se trató del soplo del diablo. Yo prefiero pensar que fue la brisa del destino. El abandonado animal se acercó titubeando al niño, y lo miró a la cara. En un rápido movimiento, sus colmillos penetraron el cuello de Ornelio, que no pudo siquiera enterarse de nada antes de morir. Se quedó así y, mientras pasaban los minutos, su semblante cambió completamente. La cara juvenil y moribunda se endureció, sus ojos cobraron vida, y su lengua lamió la sangre que brotaba de las entrañas del niño.
Pedro se levantó con el sudor del sol, y lo único que vio fue un charco de sangre ya seca. Del pequeño oasis carmín manaban pequeñas pisadas de león. A medida que avanzaban, su tamaño crecía. Siguió las huellas y dio con los huesos de su hijo, apilados al costado del peñón en donde yacía el animal. Llenos sus ojos de dolor, advirtió que no contaba con su fusil, y le perdonó la vida.
Al paso de las noches, Wañuchej, el asesino, el matador, se crió con la sangre de los pastores que, solitarios, cuidaban sus corderos; con la carne de los niños que, traicionados por su propio cuerpo, salían de sus casas a orinar; con los gritos de las señoras que salían sin miradas ajenas a buscar el pan caliente del horno de barro. Su técnica era cada vez mejor, y su fama aumentaba de cena en cena. Cambiaba de poblado si así lo creía necesario; era astuto como ninguno.
Una noche, en un septiembre de 1898, sucedió algo sin precedente. Mario Cativa estaba apoyado en el adobe de su casa, mirando el cerro, aquél mismo cerro que su hermano subió un día para quedar del otro lado, en el estómago del demonio. A su lado estaba su padre ya viejo, curtido por la añoranza y la desdicha. La luna, sin ni siquiera un chasquido, mostró la imagen de Wañuchej en la cima de la montaña. Los dos corazones hicieron saltar los cuerpos de padre e hijo. El animal, enorme, majestuoso más que de costumbre, comenzó a descender a paso triunfal por la ladera. Pero algo había al lado de la bestia. Una figura mucho más pequeña lo acompañaba, dando saltos cortitos. Mario miró a su padre. Sus ojos eran un oasis en esa piel marchita y arrugada. No decía nada, pero no hacía falta. Pedro tenía la mirada clavada en la de Wañuchej. Pero no era una mirada de temor, mucho menos de odio. Más bien, era la de un viejo aprendido que perdona a su amigo equivocado. Se levantó y caminó hacia la criatura. Se detuvieron a pocos metros, y se quedaron allí parados. Wañuchej lo miraba con su cabeza hacia arriba, y su hijo al lado. Pasaron algunos segundos así; cualquier palabra o gemido hubiera quebrado el momento. Catorce años habían pasado desde aquella noche de iniciación. Catorce años, en los que la vida cambió totalmente. Catorce años, y Pedro esperó siempre este momento. El león, con los bigotes ya blancos, agachó la cabeza, y la apoyó en la tierra. De sus enormes ojos brotó una gota roja, que se perdió rápidamente entre el polvo. Se dio vuelta, y se fue casi arrastrando las pesadas patas. El pequeño león seguía allí, inmóvil, mirando a Mario, que seguía apoyado contra la pared. Giró la cabeza para ver a su padre que se alejaba, y volvió a mirar a Pedro. Según cuentan los viejos, la Winchester esa noche fue certera, y nunca más se volvió a ver a Wañuchej.
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