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como maquinita por la gran ciudad


Por ello que,
 de la misma manera que “se lleva” el cuerpo,
 se lleva la casa hacia donde se vaya.
ALEJANDRO HABER – LA CASA, LAS COSAS Y LOS DIOSES



La ciudad es anónima. Somos todos sombras sin nombres ni rostros, y el anonimato nos envuelve. No somos nadie entre tanta gente. Uno más, caminando entre miles. En nuestra mente, para nosotros mismos, ¿somos anónimos?

Son casi las diez de la mañana. El sol, otra vez, está hace rato allá arriba. Salgo de casa, y cruzo la calle y la placita triangular para caminar por la avenida. Nadie camina por acá, y parece que a nadie le interesa. Las veredas no existen, son sólo una extensión en tierra del asfalto de la Bartolomé de Castro, que baja del Jumeal y te deja en la rotonda al frente del Hospital San Juan Bautista. Esta avenida es casi un recorrido obligatorio para las bicicletas y corredores deseosos de ejercitarse.   

–¿Vio el semáforo, m’hijo? –me pregunta una señora que lleva una bolsa de arpillera de muchas franjas de colores, con una sonrisa orgullosa en su rostro. No la había visto nunca, a la viejita, y sin embargo la recordaba de miles de veces de ir a la verdulería de la otra cuadra o la despensa de la esquina, de pasar caminando a mi lado o de rondar por las callecitas del barrio.

El semáforo lleva ahí dos días. Es, como todo lo nuevo, brillante y limpio. Las luces enceguecen, y tiene, también, el semáforo chiquito con la imagen del peatón. Viene hasta con un ruidito insoportable para avisar a la gente que no ve cuándo cruzar y cuándo no.
Dos cuadras más adelante, paso por una calle que no sé cómo se llama, pero la miro porque sé que por ahí vive una amiga. Optimista, espero que su madre esté limpiando la vereda, y me salude, y me invite a pasar, y así desayunar con mi amiga. Pero, desde la avenida, a la casa se la ve todavía dormida: las luces de los farolitos de afuera apagadas, la tierra reposada sobre las baldosas secas de la vereda, las persianas viejas de tablitas de madera cerradas. Rara es esa esperanza de que justo esté ahí alguien que querés ver.

A la cuadra y media, un auto pasa a mi lado. Yo sé que es ella, porque reconozco el parche azul más clarito que tiene en la trompa, casi al lado de la luz izquierda, y los vidrios polarizados. Adaptarse para sobrevivir es, también, descifrar una mano moviéndose al otro lado de un cristal casi negro. Por si acaso, devuelvo el saludo con una sonrisa.

Antes de llegar a la rotonda, paso por la casa de la nona de un amigo que iba conmigo al colegio. Lo conozco desde que teníamos tres años, y lo vi por última vez cuando terminamos el secundario. En la casa, ahora, pusieron un local de empanadas y pollo al spiedo. “¡Santiago!”, me dice Mirta cuando me ve entrar. “Ay, pero qué alto que estás”, me sopesa con una cara de sorpresa. Siempre me quiso mucho, solíamos ser muy buenos amigos con su hijo. Le digo que le mande un saludo grande a él, y que un día de estos iba a pasar a comer unas empanadas, como antes, cuando el local estaba en el centro, a la vuelta de la escuela, y Mirta me invitaba las rellenas con queso, jamón, y tomate.

En auto, la avenida Belgrano puede ser recorrida en dos minutos, o en veinte, dependiendo de la suerte que se tenga en la improvisada onda verde. Paso por una esquina llena de gente, la mayoría de negro, con los ojos buscando caras con las que compartir el dolor y la desgracia. Es impresionante la cantidad de gente que fallece en agosto. Trato de esquivar a la multitud, pero es casi imposible. Una señora me mira mientras se seca los ojos con un pañuelo, frunce el ceño y me sonríe, con esa misma mueca de quien intenta consolar a un niño pequeño que perdió su perro. Ella no me conoce. Yo tampoco la conozco a ella. Tampoco conozco a los que están a nuestro alrededor. Y, sin embargo, ahí estamos. Mirándonos, a los ojos, mientras yo camino, y ella se lleva su pañuelo al bolsillo.

Unas cuadras más abajo, mientras voy junto a unos pocos estudiantes que entran o salen de la Universidad, la bocina de un auto nos sorprende. Los cuatro, como si nos hubieran pinchado, nos dimos vuelta, siguiendo el recorrido del Corsa gris que bajaba por la avenida. La escena duró menos de dos segundos. Esperé a que alguno saludara, y los demás también lo hicieron. Finalmente, una chica que estaba cerca de mí levantó su mano y la movió con un ímpetu orgulloso. Las bocinas, la tortícolis y las manos; esa relación incondicional.

En la plaza 25 de Mayo, como en cualquier plaza central de una ciudad, la metáfora del oasis se vuelve literal. Los ruidos se escuchan como si estuviéramos dentro de un táper, junto con pajaritos y hojas revoloteando. En una de las veredas, los trapitos descansan al sol tomando una bebida de un vaso improvisado con una botella. Un auto se estaciona, se baja una mujer y uno de ellos le dice “¡Doña Claudia!”, levantando la mano. Doña Claudia se acerca y los saluda. Les dice que vuelve en media hora o cuarenta minutos como mucho, y se va. Los hombres la ven marchar a paso apurado y perderse en una de las confiterías del frente. “Ayer la vi a la vuelta, con el Marcelo, en la Alameda”, le dice a los demás el que la había saludado.

La gente -¡la gente!- que camina por la calle no usa auriculares. Y no porque no escuche música: un chico con camisa celeste y corbata gris tararea Soy cordobés; en la heladería de la esquina se adivina una voz que grita mírenla, en sus ojos hay placer; mírenla, cuando te enamora; tres mujeres ríen mientras hacen movimientos acompañando a un Daddy Yankee que suena desde un celular en riesgo de explosión. Tampoco porque no haya auriculares: seguramente, miles de parlantitos blancos, negros o rosas están reposando en camas de mujeres, en mochilas de niños o en escritorios de oficinistas, en silencio, esperando a sus dueños, que caminan anónimamente por la ciudad. Esta gente necesita sus oídos para una tarea más complicada. Con los auriculares puestos, no se puede escuchar el grito de tu propio nombre en la boca de uno que pasa por la vereda de enfrente; no se puede percibir el chiflido desde la otra esquina que te hace tu tío, o tu amigo: no se puede girar el cuello ante la bocina que te desea buenos días, buenas noches o que, simplemente, te dice hola.

La ciudad, mi ciudad, no conoce el anonimato. Ser un desconocido, un extraño que pasa desapercibido ante la no-mirada de los demás no es posible. Quise refutar la idea aceptada y generalizada de que en la ciudad reina el anonimato y, para eso, recorrí una parte de la mía, de Catamarca. Caminar mirando el rostro de la persona que pasa a tu lado no fue una actitud que tomé yo solo para hacer este trabajo: la gente, aquí, lo hace siempre, automáticamente, esperando, quizás, encontrar a alguien conocido, o simplemente para tratar de ver lo que ven los demás. Esto no significa que todos se conozcan. Es una ciudad en la que las noticias se conocen de boca en boca antes que por los periódicos, en la que la apertura de un nuevo local comercial es tema de conversación, en la que estar constantemente atento a los saludos, chiflidos y bocinazos es parte del día a día, y en la que la gente no mira al frente, al camino, sino que mira siempre a las caras de los demás.


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