"Hoy sólo vamos a ser tú y yo", escuché en alguna pantalla de uno de los chicos, acá. Creo que estaba viendo una película, una con Catherine Zeta Jones. La frase me quedó dando vueltas en la cabeza, viste cómo es cuando ya estás muerto, los pensamientos, las frases y las cosas te quedan como ululando por ahí, y no te los olvidás nunca. Es como estar fumado, pero sin que los descubrimientos imponentes y las conexiones científicas alucinantes se te esfumen así de la nada del alcance de tu mente. Pensé, entonces, en usar el pase que me dieron la otra vez, y -valga la redundancia- pasar a visitarte.
"Hoy sólo vamos a ser tú y yo", otra vez, ahora golpeándome. Apreté el pase, que es como una tarjetita chiquita que tiene un botón celeste en una punta, y una pantalla, que te dice cuántos viajes te quedan. Yo tengo solo uno, pero no importa, realmente quiero verte cara a cara.
Aparecí ahí, al lado tuyo, y ahora te veo caminar de un lado a otro de la casa, acomodando las cosas. Estás con ese piyama gris gastado que tanto te gustaba usar, y el que yo te regalé sigue durmiendo sólo, sin nadie, en el ropero. Tenés el pelo todo revuelto, y la cara de culo que tenías siempre, cuando recién te levantabas. Estás tan linda. Te quejás de las cosas que dejaste tiradas durante días en el piso, y que no te ocupaste de levantar. Podrías dejarlas ahí, pero no, el momento de locura te llegó hoy.
Ahora ves la tele, acostada en el sillón verde que compramos en el 94, ese mismo que nos supo bancar cuando no teníamos otra cosa que hacer más que pasárnosla tirados ahí, mirando por la ventana y hablando, porque ni siquiera la tele teníamos. Pasás los canales sin que se escuche el sonido; los pasás sin verlos realmente. Me pregunto si soplándote el cachete pasará algo. ¿Te diste vuelta por mí? Te extraño, te quiero, pero lo que más me duele de todo es que vos me extrañes, que vos me quieras. ¿Me escuchás? Dejás un canal en el que están pasando un documental sobre la "buena vida". Quizás, si te hablo al oido, despacito, me escuches. ¿Así? Hola, yo estoy muy bien, se vive muy bien; me falta que vos estés bien, y sería un mundo perfecto. Me falta que te levantes a la mañana con ganas de levantarte. Me falta que te rías desde la panza, y no desde la cabeza. Me falta que tires ese piyama, ese que yo te regalé, porque sé que no lo vas a usar nunca, y que tampoco lo vas a tirar, y se va a quedar ahí, esperando que lo uses o que lo tires, pero se va a quedar torturándote, mirándote cada vez que abras el ropero, cada vez que busques el otro piyama, el viejo, el gastado. El tuyo.
Hace un rato volví, y me puse a ver lo que hacías, como siempre. Te fuiste a bañar, y cuando saliste, te quedase sentadita en la cama. Mirabas al zapato derecho, caído de costado, como descansando después del día de mierda que pasó. De repente, un calor te subió por la garganta, y tus labios pegados no pudieron encerrar la ola. Una risa te nació de sorpresa, sin que puedas hacer nada para evitarla. Yo, desde acá, mirándote por la pantalla, me reí también. No podía parar. Si no hubiese estado muerto, seguramente el estómago me habría pedido un respiro. Te secaste las lágrimas -porque a vos también te cayeron lágrimas de tanto reír-, y te fuiste a poner el piyama. Cuando abriste el ropero, el mío, el que yo te regalé allá por el 2000, antes de que nos quedemos sin nada, solamente con el sillón verde y el mismo piyama, no estaba. ¿Fuiste vos? Por ahí, lo tiraste mientras yo venía hasta acá, pero no lo sé. ¿Lo tiraste? Te miré la cara, y sonreías, quizás por una resaca de la tremenda risa que te atacó hace un ratito, o, quizás, porque miraste, por primera -o segunda, no puedo saberlo- vez, la madera que estaba debajo de aquel piyama nuevo, siempre en su bolsa, esperando que lo uses, o que lo tires. Sonreías, quiero pensar, por no verlo más ahí.
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