Ir al contenido principal

jugando bien o jugando mal


"La tarea es imposible: hay cosas que no se pueden narrar", dice Mario Levrero en La novela luminosa. Mi cabeza, entonces, me lleva a viajar por distintas palabras que serían difíciles de narrar, de explicar. Pasan "amor", "impotencia", "tristeza", "dolor", "placer", pero son todas medio parecidas. Quiero encontrar una que las contenga a todas, que sea realmente una cosa gigante, legendaria, eterna, y pequeña y mundana a la vez.

Yo diría, sin embargo, que hay cosas que son casi imposibles de narrar. Uno no podría empezar jamás algo con esa frase de Levrero; más bien, sería un final perfecto. Por eso mismo, agrego impunemente ese "casi" tímido. Es que, si bien hay cosas que no se pueden narrar, se puede tratar de rodearlas. Como una leona que merodea a la gacela inocente y, después de darle vueltas y vueltas, la ataca. Y así, quizás, llegamos a acercarnos a aquello que queremos narrar. También está la táctica inversa. Tirás con toda la artillería ni bien comenzás, y la vas desmenuzando palabra a palabra. Sería algo así como clavarle el cuchillo a alguien y dejar que se desangre de a poquito, hasta que, al final, sin más que decir, se muere.

¿Jugar bien o ganar como sea? Todo depende de la pasión. El hincha fanático de su club puede siempre disfrazarse con la idea del paladar negro, del fútbol prolijo, del tiki-tiki; puede siempre escupir mientras insulta al cuatro por no tocar y desbordar, o al cinco por no robar, gambetear y distribuir. Cada vez que el central despeje con un pelotazo sin que aceche ningún goleador rival, el hincha fanático puede, quizás, sentir un malestar instantáneo y unas inmensas ganas de enseñar salidas por el suelo. La experiencia se lo demanda: desde que usaba pañales que le vienen enseñando a ser exigente. Y hablo de la vida en general.

Un hombre se para al frente de la góndola de los champús y acondicionadores. Agarra una botella grande y redondeada y lee la etiqueta: "Shampoo. Cabellos naturales". Lo está por poner en su carrito, pero ve otro, más chiquito y con una silueta extraña, y lo agarra. "Shampoo para cabellos secos. Control de caspa. Control caída. Humecta con aceite de almendra. Con extractos de aloe vera. Refrescante. Avalado por el Colegio Ibero-Latino-Americano de Dermatología", anuncia la etiqueta. Se toca la cabeza, y se masajea el pelo, tratando de adivinar la cantidad de caspa que tiene, o la velocidad y contundencia con la que se le cae el cabello."Si se puede más, agarrálo", recuerda que le dijeron alguna vez. Suelta el primero, el simple, y se lleva el otro, el que tiene más cosas, con la certeza de haber sido lo suficientemente exigente con el cuidado de su cabello.

La idea de salir con la cabeza en alto parece ser la reinante. Sin embargo, en realidad, prima la regla principal: ganar. Recuerdo, ahora, aquel Argentina-Perú por las Eliminatorias, en 2009. Una Argentina con flaquezas por todos lados, apoyada únicamente en el milagro al caer de un tal Messi. A los cuarenta y cinco minutos del segundo tiempo, adelante en el marcador por un solo gol, y bajo una lluvia típica de noches que quedan en la historia que inundaba el Monumental, un peruano empata el partido. La clasificación directa al Mundial dependía de un buen resultado esa noche, y ahí estaba, como un chiste, el 1-1. Dos minutos después, literalmente en la última jugada del partido, un Palermo empapado y siempre bien ubicado se encuentra con la pelota y la empuja para poner el 2-1 final. Pasados los abrazos, los festejos y las puteadas al aire, mi amigo me mira con pimienta en la lengua y completa satisfacción en los ojos, y me dice: "tenía que ser Martín, viste, ¿no?". Después siguió explicándome que a él, como buen hincha de Boca, lo único que le importaba era ganar. No le molestaba que el equipo fuese un desastre. Nada de buen juego. Las tres G, para él, no eran ganar, gustar y golear. No. Significaban otra cosa. Ganar, ganar y ganar.

Eso es, sin más, lo que distingue al hincha fanático de un amante del buen fútbol sin colores. Este último prefiere, siempre, el juego vistoso. No se le estruja el corazón cuando, faltando cinco minutos para el final y con su equipo perdiendo por un gol, el arquero pasa la mitad de la cancha, tratando de apurar las cosas. El jugar bien lo pueden pedir todos, pero sólo el hincha lo deja de lado cuando está a segundos de la eliminación. Es por eso que el amante del jugar bien nunca festejaría un gol de un penal que nunca existió. Es por eso que el amante del jugar bien se enoja por las lágrimas de su amigo amante de su club cuando éste perdió la final jugando bien. Y su amigo, desilusionado, angustiado, le responde que sí, que tiene razón, mientras se quita la gota que resbala por su mejilla, y la guarda en su mano, y la cierra con fuerza.

Y es por eso, también, que el amante del fútbol no cree en la magia. Pero no en la magia del buen juego (en la que cree fervientemente), sino en la magia de la pasión. Esa magia que hacen los hinchas cuando alientan a su equipo, aún perdiendo y jugando mal. Esa magia que reciben los jugadores cuando más perdidos se sienten. Esa magia que está en la mordida del cuello de una camiseta, o en sentarse en la punta del sillón. Esa magia que está en gritar un gol en una habitación vacía, y sentir que lo está gritando con miles más. Esa magia que se crea en el abrazo de dos personas que no se conocen, y que no se conocerán, pero que están juntos en esa cancha, en esa tribuna, en ese bar. Están juntos en ese momento.

La pasión, fácilmente escrita en muchos lugares, es explicada por muy pocos. No son muchos los que logran hacer entender lo que es sentir esa tan codiciada sensación. Uno la puede rodear, relatando cosas que tengan que ver con ella, para terminar diciendo lo que realmente nos parece que es. O, como dije, puede decirlo al principio y explicarla de a poquito después. Vistas a través del cristal de la pasión, las cosas tienen distintos colores, o huelen más rico, o duelen más que otras. Las varas de la medición se convierten en gelatina cuando son agarradas con pasión. No sabemos si alguna vez alguien podrá decir en una sola frase el significado exacto de esa palabra. Pasión: la pasión es tal cosa y tal otra. Por ahora, nos tenemos que contentar con lo que dice Levrero, "la tarea es imposible: hay cosas que no se pueden narrar". O, quizás, la tarea sea casi imposible.

Comentarios

Entradas más populares de este blog

memorias de un piji

Esta no es una historia que inventé yo, sino que se inventó sola, mientras un piji revoloteaba dentro de auto gris. Lo único que estoy haciendo aquí es escribirla. Muchos años antes que esta tarde, allá por diciembre del dos mil tres, entré a la habitación de mi madre. Tenía diez años. Ella estaba en su cama, con los ojos todavía húmedos, abrazada a uno de mis hermanos. Hacía una semana que su madre, mi abuela, había fallecido. Trataba siempre de llorar en silencio, en su cuarto, para no entristecernos, para que seamos menos infelices, quiero creer. En ese momento hablaba con mi hermano de algo que no no escuché. Ahora, supongo que ella le estaba contando anécdotas de Carmita, su madre, porque le hablaba con una voz suave y lenta, en un susurro envolvente, mirándolo tiernamente a los ojos desde arriba mientras le acariciaba los rulos. Lo miraba a él, y la miraba a ella. Mi hermano tenía la vista puesta en la pared, o en otro lugar, en los lugares que mi madre le relataba, y la boca

mientras te amo

Hace veinte minutos que estaba pedaleando, y ella seguía descansando. ¿No iba a cambiar jamás? Apenas aceleraba una vez que yo empujaba con fuerza con mi pie. Y sí, un botecito a pedales para dos personas es muy difícil de mover con un par de piernas. Pero no le iba a decir nada, claro. Si hace dos semanas que no nos veíamos; hoy tengo que callarme y obedecer. Además, ¡cuánto la extrañaba! –       ¿Me estás escuchando? –me preguntó, sacándome de mi estupor. –       Obvio, mi amor. Pasa que estoy concentrado en el recorrido de esta cosa –le dije –       Bueno. Entonces, el profe me dijo que no necesitaba sí o sí hacer la carpeta, pero que, por lo menos, le entregue la tarea que era para la semana pasada –siguió ella. Las olitas que se formaban cuando pasábamos con el bote no llegaban a los dos metros de vida. Morían rápidamente, pero más allá se formaban otras, empujadas ahora por el leve suspiro de la brisa que corría. Y estas nuevas olitas eran más resistentes, y casi llegaba

tu te quiero

Tu te quiero rápido y directo, lanzado así porque sí, es más sanador que mil terapias. Te devuelve la parte que creías perdida, que creías se había ido allá, a ese lugar donde están ustedes, donde no puedo estar, pero estoy también. Tu te quiero, mientras salís disparada yéndote a hacer nosequécosa, sin esperar que te diga mi yo también, te hace salir, otra vez, de ahí, de donde no querés nunca estar, de donde muchas veces cuesta salir. Te ayuda a saber que, estés donde estés, me vas a querer. A tu te quiero, que no espera mi yo también, no le hace falta esperarlo, porque ya lo conoce. Ya sabe que mi yo también va a estar siempre, como tu te quiero, aunque a veces tu te quiero sea más importante y más movilizador, y más buenito, porque no espera mi yo también, porque ya sabe que está, no le hace falta escucharlo. Tu te quiero te sirve la comida, te plancha la ropa, te tiende la cama, te limpia la casa, te abraza, y te besa. Tu te quiero te acompaña. Tu te quiero me acompaña.