Llegó una tarde hasta el edificio de la calle Quintana. Subió hasta el quinto piso en un ascensor lento y lleno de quejidos, entró a un living alfombrado de muebles oscuros y con un leve olor a eucaliptos. Y allí, en esa casa que no conocía, se sentó en un banquito de madera adornada con plata reluciente a esperar al dueño.
Eran ya las siete de la tarde, y Menéndez no aparecía. Fue hasta la cocina para servirse algo de tomar, pero la heladera estaba completamente vacía, salvo por medio limón y un pedazo de queso castigado por el frío. Cerró la puerta blanca con desgano, soltando algún insulto al aire. Se dio vuelta para agarrar un vaso y servirse agua de la canilla, y se quedó perpleja.
–No sabía que ibas a estar acá –le dijo Menéndez, agarrándola de la cintura y estampándole un beso.
–Quería darte una sorpresa –titubeó ella –, pero me salió al revés. ¿Cómo te fue?
–Bien, qué sé yo. Cada día se pone peor. ¿Querés que te invite a cenar? ¿O ya tenés planes?
–Como usted mande, doctor. Soy toda suya –se le acercó y le dio un beso parecido al que él le había dado antes.
Menéndez se acomodó la corbata negra con rayas grises diagonales, y se fue en dirección al baño. Rápidamente, ella agarró la cuchilla que estaba pegada al imán que colgaba de la pared, y se quedó unos segundos pensando, mirando el filo brillante de aquel cubierto poderoso que tantas comidas había lastimado y vencido.
–¿Está todo bien? –preguntó Menéndez a sus espaldas, dejando un manojo de llaves ruidosas en el portallaves, y buscando otra más para agarrar.
–¿Estás buscando ésta? –le dijo levantando una pequeña llavecita dorada con forma de tubo, con algunos lunares y puntitos a lo largo. No dejó casi ni que se diera vuelta, y le clavó la cuchilla debajo de las costillas. Menéndez la miró horrorizado, con la boca abierta dejando escapar una lengua espasmódica y los ojos inundados. Su cara no era -solamente- de dolor; era de incertidumbre. La carne se le retorció cuando la cuchilla se retiró de su cuerpo y volvió a entrar, ahora en medio de su vientre. Ella le acarició los labios con su dedo y lo besó apasionadamente. Cuando despegó su boca de la de él, sintió un sabor metálico, un gusto a hierro. Los dientes de Menéndez estaban teñidos de una nube carmín, y sus ojos ya no se movían. Ella lo dejó caer sobre la alfombra azul, y caminó tranquilamente hasta la habitación. Abrió el armario de puertas blancas, e introdujo la llavecita dorada en la cerradura de la caja fuerte. "Soy suya, doctor", se dijo, antes de girar la llave, con una casi imperceptible sonrisa en su boca. "Soy toda suya".
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