Se recostó sobre la cama, y se volvió a poner el antifaz. Y se quedó allí, mirando un fondo negro, a sabiendas de que más allá de ese oscuro cielo, había un techo con la pintura beige resquebrajada por los temblores del suelo, del que colgaba un foquito de vidrio sucio y transparente. Las grietas araña no parecían ahora tan desesperantes. Sintió una caricia tranquilizadora en su cabello, pero se dio cuenta de que era ella misma, y se siguió acariciando, hasta que una lágrima brotó del borde inferior del antifaz y tuvo que extirparla de un manotazo.
Siempre se supo ver como una persona cualquiera, a la que nadie tenía en cuenta. Pero esa gota salada encendió un fósforo en el medio de su estómago y su corazón, y entendió que no era ella la cualquiera; los cualquieras eran los demás. Como, por ejemplo, el gordo que tenía al lado. Hasta llegó a salpicarlo con la lágrima, pero ni se inmutó. Aunque la mezcla de amor y dinero le venía perfecto, las últimas veces le cobró menos y, el tipo, nada.
Algo se le tenía que ocurrir, y rápido, porque el fósforo no iba a durar mucho. Es más, ya sentía que se apagaba. Una idea se le cruza, y abre los ojos, que chorreaban esperanza. Los vuelve a cerrar, y se concentra para que ese brillo de ilusión parezca el de un ultimátum. Se da vuelta y se apoya sobre su brazo izquierdo, y se saca el antifaz. Mira dolida cómo sigue leyendo su espantoso y aburrido libro, con esa mirada tan nula y blanca, y se le escapa una mano y lo sacude del codo.
-No nos vamos a poder seguir viendo -le dice.
-¿Por qué? -responde él, sin sacar la vista de las letritas negras.
-Porque no quiero verte más - arriesga, y se queda mirándolo, como por cinco segundos. Los ojos se le convierten en dos enormes panzas brillantes, engordando a cada instante. Él hace un resoplido no tan exagerado, y tuerce la boca en señal de protesta.
-Está bien, linda. No hay problema. Te pago la tarifa inicial. ¿En diez te vas?
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