Escucho mejicanos con su wey,
que gritan como si fuesen ellos solos.
Al frente de la terraza,
una piedra gigante recorta una ventana.
Una ventana que parece de una casa,
desde la cual se puede ver
un joven escribiendo boludeces,
al lado de dos mejicanos enamorados,
que ya pidieron su segundo vino.
A lo lejos se ven más piedras gigantes,
éstas con forma de gnomos de jardín,
iluminados ahora por reflectores y faroles
e impregnados de un frío silencioso,
que recién comienza a saludarme.
Y, ahora sí, ya no te veo.
La luna es el foquito más brillante,
y nos mira a todos desde arriba.
Pasan autos allá abajo,
cuando un turco me pregunta si quiero algo.
No, gracias, le dije atontado,
sin importarme que no me comprendiera.
Aunque si le respondía la verdad,
no me hubiesen entendido ni los mejicanos,
que se están riendo a carcajadas,
y ya se van para su cuarto.
Son muchas las maneras de mirar
y, sin embargo, ya no te veo.
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