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el día que fui invisible



Me levanté temprano, a las seis de la mañana, como siempre, porque entro a las ocho a laburar. El despertador del celular gritaba ese sonido horrible pero necesario. Apreté la pantalla, en el botón que decía "detener", pero no reaccionó. Se trabó otra vez, pensé, mientras me imaginaba a los vecinos despertándose también por el quilombo que estaba haciendo ese aparato. Esperé un ratito, y nada. Volví a apretarlo, pero no me daba bola. Ya me estaba cansando, así que le saqué la batería y se la puse de nuevo, para que dejara de joder.

El agua para el mate llegó a hervir un poco, y como yo no tenía tanto tiempo, preferí tomarla así como estaba. Pero, cuando la probé, aspirando a través de la bombilla, no la noté caliente. Es más, estaba totalmente helada. Abrí el termo, pero de adentro salía vapor. La volví a probar, y nada. Fría. Fue rarísimo, porque yo soy medio maricón para esas cosas, y me vivo quemando la lengua. Fue tan raro que me tuve que comprar un jugo natural en el quiosco de la esquina, cuando salí para el trabajo.

En la avenida la gente parecía más apurada que de costumbre. Más apurada y más pelotuda, porque no dejaba de chocarme. Caminé cuatro cuadras así, y me desvié por una callecita más chica, para no tragarme tantos pies corriendo, tantos hombros rígidos, tantos paraguas desubicados. Me percaté de que el último que me había golpeado había sido un paraguas, y miré hacia arriba. Llovía. Llovía mucho, y yo no me había dado ni cuenta. Estaba empapado, pero nunca me sentí empapado. Entré a un locutorio para refugiarme un poco de la tormenta, y le pregunté a la señora que atendía si hacía mucho que llovía así de fuerte. Desde la madrugada que diluvia, me contestó, y me regaló un paraguas que tenía. Era gris, medio translúcido, muy feo. Le debo haber dado lástima, porque me miraba con el ceño fruncido y una sonrisa preocupada, un gesto muy de mi abuela. Me dio ternura, porque quizás yo le recordaba a un nieto suyo que no veía hace mucho tiempo, o a un hijo muerto cuando tenía mi edad. O, quizás, solamente era un boludo empapado hasta el calzoncillo, y me quiso cuidar un poco más de lo que yo podía cuidarme.

Cuando se hicieron las doce del mediodía, un tipo entró a la empresa a hacernos unas preguntas. Quería saber si teníamos quejas, o si habíamos vivido situaciones de acoso o violencia. Quería, en realidad, llenar las planillitas y rajar, porque llamaba a uno detrás del otro, con una velocidad y una cara de culo increíbles. Sin embargo, cuando llegó mi turno, llamó al que estaba atrás mío. A mi no me llamó en ningún momento. Me sentí aliviado, porque no tenía ganas de estar diciendo las cosas que la gente quiere escuchar para terminar su trabajo rápido, y listo. Quería irme rápido, porque ya estaba empezando a sentirme raro.

Llegando a la facultad, me puse a pensar en lo que había pasado en el día, y que todo parecía muy exacto y no casual. Realmente me estaba sintiendo invisible, pero de una invisibilidad muy incómoda. Uno siempre sueña con tener el superpoder de ser invisible, pero no quiere ser invisible cuando no tiene ganas de serlo. La invisibilidad involuntaria, descubrí, es de las cosas más feas que te pueden pasar. El problema no es que la gente no te vea, sino que no se da cuenta que estás ahí.

Me senté en el lugar que me siento siempre, y la chica que me gusta desde hace un tiempo se sentó al lado mío, también donde se sienta siempre. No me gusta; me encanta. Se quedó mirando al frente, mientras se sacaba los auriculares negros que todavía dejaban escuchar un lejano y joven Calamaro. Me quedé helado, porque desde que nos anotamos juntos, me abrazaba y me saludaba re bien, ya casi éramos amigos. No pude soportarlo, y le toqué el hombro. Tenía una de esas camperas con tachas, y puse mi dedo en la punta de una de esas pirámides plateadas, y la apreté. Se dio vuelta, y me miró. Hola, Romi, fue todo lo que le pude decir, de la manera más tímida y estúpida del mundo. Abrió los ojos negros enormes que tiene y me abrazó rápido. "No te vi, boludo", fue todo lo que me pudo decir. Y sí, obvio que no me había visto, si era invisible.

Ahora estoy solo en casa, sentado en el sillón y con la estufa al máximo. Acabo de salir de bañarme, y tengo una botella de vino tinto delante mío, en la mesita ratona. La mesita ratona que me compró mi abuela, después de cinco meses de romperme las bolas con que una mesita ratona es algo indispensable en un living como el mío. Y ahí está, entonces, la mesita ratona, sosteniendo con sus cuatro patas gigantes de madera una botella de setecientos centímetros cúbicos de vino. Y ahora solo se escucha el sumiso quejido del corcho siendo penetrado por la espiral de metal del sacacorchos. Y el hermoso sonido del corcho saliendo del pico de la botella. Y el sonido del vaso llenándose, un sonido que hace el vaso solo cuando es llenado con vino tinto. Y, finalmente, el sonido de mi garganta que le da paso a ese mismo vino, una vez, otra vez, y otra más.

Ya estoy casi terminando la botella, y no noto ningún efecto típico del vino, o el de cualquier alcohol, en definitiva. No noto nada raro, solo ganas de ir al baño. Tengo muchas ganas de tirar todo a la mierda, cerrar las ventanas y meterme en la cama, despertarme mañana y sentirme normal de nuevo. Pero tengo la sensación de que si me acuesto así, ni mañana, ni pasado mañana, ni nunca más voy a volver a ser como antes. Y parece algo inevitable, porque me estoy levantando para tirar el vino. Pero me suena el celular, y el nombre que aparece en la pantalla me hace latir: Romi. La atiendo, y me dice que está abajo, en la calle, y que quiere subir así tomamos algo, una coca, una cerveza, un vino, lo que sea. Que pasaba por acá cerca y se le ocurrió llamarme para ver si estaba. Que me apure, y cuelga. Cualquier boludez suya para mí es una enormidad, y las enormidades, a mí, me parten la cabeza, me desdoblan, me hacen una metamorfosis difícil de explicar.

Estoy bajando las escaleras, y no sé por qué, pero no puedo hacer coincidir mis pies con lo que yo quiero que hagan. Tengo que bajar agarrándome de la baranda, porque sino me puedo llegar a caer. Abro la puerta que da a la calle, y ahí está Romi, dándome la espalda, mirando el cartel del sexshop que hay del otro lado de la calle. Doy unos pasos hacia ella, y se da vuelta, supongo que por el sonido que hizo la puerta al cerrarse. Me mira, me sonríe de una manera increíble y me abraza con fuerza. De pronto, siento que las gotas me golpean el cachete que no está cubierto por el abrazo de Romi. De pronto, estoy cagado de frío, empapado, pero me doy cuenta y lo siento. Estoy borracho, también. Y Romi me tira del brazo para que subamos, porque está helado, y todavía hay un vino que tomar.


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