Ir al contenido principal

cascabel


Hay veces que uno quiere escribir, pero no sabe qué. No sabe, en realidad, que lo que necesita es gritar, gritar con toda su fuerza. Hasta que la garganta arda como si comiera lija.

También hay veces que uno quiere gritar, pero no sabe qué. No sabe, en realidad, que lo que necesita es salir, mojarse, respirar, andar; no sabe, en realidad, que las angustias no vienen de un solo lado. 

Las angustias, los gritos y la escritura. Tres cosas que, a veces, no se pueden ni diferenciar.

La angustia quizás venga por un trabajo que salió mal, pero también por esa que te dejó. El trabajo que te dejó, la mina que salió mal. La angustia es, entonces, la que te agarra después de lo malo, después de la mierda. La que se te caga de risa con mil amigos y felicidades mientras te retorcés como un boludo en tu cama, deseando que sea tu amiga y estar cagándote de risa con ella de vos mismo.

Pero hay una angustia que es todavía peor. Y es una angustia que no viene después de la mierda. Es la que te agarra cuando todo está bien, cuando una vez en tu vida parece que las cosas están encontrando un orden y un sentido. Es esa que te agarra con la guardia baja, porque lograste conseguir cosas que habías deseado mucho. Entonces, sigilosa como una serpiente, se te enrosca en todo el cuerpo y te paraliza. Y ya no te deja pensar, ya no te deja reaccionar. Te hace sentir que vivís en un estado de miseria. Y pasás a estar en una miseria en serio. Te trabás en una constante añoranza por los tiempos de antes. 

Hay algo más terrible todavía en esa angustia (que es muy hija de puta). Ya no vas a desear algo tan simple como estar cagándote de risa con ella, ni siquiera riéndote de vos mismo; vas a desear algo que no sabés qué es. Tu corazón, tu estómago, tus piernas, tu todo va a querer ese algo que no podés identificar. Y no solo no sabés qué mierda es, sino que, además, lo querés ya. Y mientras más rápido llegue, mejor te vas a sentir.

Sin embargo, casi nunca llega. O sí, pero no nos enteramos. Solo cuando pasó el tiempo necesario (y nunca sabemos cuanto es el tiempo necesario), podemos volver a pensar en esa angustia. Y hasta podemos darnos cuenta qué era lo que queríamos. No hace falta que estemos en un estado de felicidad idiota y pegajosa. Simplemente, lo que sucede es que vemos a esa angustia a la distancia. Pero verla a la distancia tampoco significa que estamos a mil kilómetros de ella. Quizás no podíamos verla porque estaba tan encima nuestro que nos dejaba ciegos.

Hay veces que uno quiere llorar, pero no sabe qué. No sabe, en realidad, que lo que necesita es dejar de enroscarse a sí mismo. No sabe, en realidad, que somos nuestra propia serpiente.

Comentarios

Entradas más populares de este blog

memorias de un piji

Esta no es una historia que inventé yo, sino que se inventó sola, mientras un piji revoloteaba dentro de auto gris. Lo único que estoy haciendo aquí es escribirla. Muchos años antes que esta tarde, allá por diciembre del dos mil tres, entré a la habitación de mi madre. Tenía diez años. Ella estaba en su cama, con los ojos todavía húmedos, abrazada a uno de mis hermanos. Hacía una semana que su madre, mi abuela, había fallecido. Trataba siempre de llorar en silencio, en su cuarto, para no entristecernos, para que seamos menos infelices, quiero creer. En ese momento hablaba con mi hermano de algo que no no escuché. Ahora, supongo que ella le estaba contando anécdotas de Carmita, su madre, porque le hablaba con una voz suave y lenta, en un susurro envolvente, mirándolo tiernamente a los ojos desde arriba mientras le acariciaba los rulos. Lo miraba a él, y la miraba a ella. Mi hermano tenía la vista puesta en la pared, o en otro lugar, en los lugares que mi madre le relataba, y la boca

mientras te amo

Hace veinte minutos que estaba pedaleando, y ella seguía descansando. ¿No iba a cambiar jamás? Apenas aceleraba una vez que yo empujaba con fuerza con mi pie. Y sí, un botecito a pedales para dos personas es muy difícil de mover con un par de piernas. Pero no le iba a decir nada, claro. Si hace dos semanas que no nos veíamos; hoy tengo que callarme y obedecer. Además, ¡cuánto la extrañaba! –       ¿Me estás escuchando? –me preguntó, sacándome de mi estupor. –       Obvio, mi amor. Pasa que estoy concentrado en el recorrido de esta cosa –le dije –       Bueno. Entonces, el profe me dijo que no necesitaba sí o sí hacer la carpeta, pero que, por lo menos, le entregue la tarea que era para la semana pasada –siguió ella. Las olitas que se formaban cuando pasábamos con el bote no llegaban a los dos metros de vida. Morían rápidamente, pero más allá se formaban otras, empujadas ahora por el leve suspiro de la brisa que corría. Y estas nuevas olitas eran más resistentes, y casi llegaba

tu te quiero

Tu te quiero rápido y directo, lanzado así porque sí, es más sanador que mil terapias. Te devuelve la parte que creías perdida, que creías se había ido allá, a ese lugar donde están ustedes, donde no puedo estar, pero estoy también. Tu te quiero, mientras salís disparada yéndote a hacer nosequécosa, sin esperar que te diga mi yo también, te hace salir, otra vez, de ahí, de donde no querés nunca estar, de donde muchas veces cuesta salir. Te ayuda a saber que, estés donde estés, me vas a querer. A tu te quiero, que no espera mi yo también, no le hace falta esperarlo, porque ya lo conoce. Ya sabe que mi yo también va a estar siempre, como tu te quiero, aunque a veces tu te quiero sea más importante y más movilizador, y más buenito, porque no espera mi yo también, porque ya sabe que está, no le hace falta escucharlo. Tu te quiero te sirve la comida, te plancha la ropa, te tiende la cama, te limpia la casa, te abraza, y te besa. Tu te quiero te acompaña. Tu te quiero me acompaña.