Tal vez en algún momento alguien llegue a
investigar lo que pasó realmente esa noche. No había luna llena, no había mil
estrellas, no había niebla terrorífica. O quizás, sí. No creo que nadie lo
recuerde.
Solo había tres paños fijos a cada lado.
Tres enormes vidrios a la izquierda, tres enormes vidrios a la derecha. Todos
ellos tenían un polarizado distinto, evidencias de previos incidentes. Algunos
eran más oscuros y marrones, otros claritos y azulados. En los del medio (a
izquierda y derecha), se recortaba una pequeña ventanita rectangular. Una
calcomanía verde dejaba leer “salida de emergencia”, todo en mayúsculas. Al
lado de las letras blancas, un muñequito corriendo hacia la izquierda, hacia
las palabras.
Ella y yo íbamos casi al final, asientos
cuarenta y uno y cuarenta y dos. Los números son solo detalles, podrían haber
sido dos y tres, diecisiete y dieciocho. Pero son los detalles, esas cosas
insignificantes, esos cuarenta y uno y cuarenta y dos (con los dibujitos de
ventanilla y pasillo), los que me permiten recrear con la exactitud de un
cineasta lo que sucedió. Recordar esos numeritos brillando con su pobre luz
amarillenta hace que no pueda sacarme el gusto amargo que tenía en la boca
aquella noche. Gusto amargo que recuerdo, sin embargo, solo hasta el momento en
que subió el que apestaba. Es como si después de su aparición, todo pasó a ser
tenso y oloroso.
El que apestaba era un tipo grande, con
pelo largo, escaso y canoso, todo despeinado. Tenia la ropa muy sucia, y no se
sabía si el olor venía de ella o de su cuerpo. Colgada de un hombro llevaba una
mochila, y plata en la mano derecha.
Todo en él era gris. La ropa, la mochila,
las canas, la mugre. Ahora solo puedo recordarlo como una pintura en blanco y
negro, o como una persona común y corriente a la que la vida le chupó todo el
color, y lo dejó así, tirado y gris.
El olor, en cierta forma, era también gris.
Era como un olor a basura, pero a basura carbonizada, a basura hecha cenizas.
El que apestaba subió decidido, mirando al
chofer a los ojos. El guarda se interpuso en su camino y le preguntó hasta
dónde iba. Arrancó el pasaje que escupió la maquinita. “Son ciento nueve
pesos”. Pero antes de entregárselo, dejó que una última frase se deslizara
fuera de su boca: “¿tenés carnet de discapacitado?”.
El que apestaba transformó en un instante
su cara. El labio inferior se contrajo hacia abajo, y el superior se torció
hacia arriba, dejando al descubierto una dentadura vestida de un sarro también
gris. El chillido que salió de su garganta casi rompe los vidrios de distintos
polarizados. Los dientes de otras cuarenta personas se cerraron y chocaron con
fuerza, y varias cabezas aparecieron por sobre los asientos azules.
El forcejeo no tardó en llegar. Ahora creo
que todos allí estábamos esperando que forcejearan, porque todo hombre gris que
apesta es propenso a forcejear. No había visto que, al fondo, pegado al
baño, un policía vigilaba en silencio toda la secuencia. Lo vi recién cuando
pasó a mi lado (ella siempre elegía la ventanilla), y su pistola enfundada me
apuntó a la cabeza por un momento. El pasillo era tan angosto que el arma
rebotaba en los respaldos mientras el policía corría hacia el que apestaba.
Más forcejeo, esta vez entre el policía y
el que apestaba, que gritaba que no podían tratarlo de discapacitado por vivir
en la calle. El guarda, escondido detrás de la enorme espalda del policía, le
decía que lo había hecho para que pagara más barato el pasaje.
La rabia del que apestaba disminuyó solo
cuando pudo encajarle una trompada al guarda. Pagó el pasaje con muchas
monedas, y se sentó en el asiento que le había tocado: el treinta y ocho, casi
al frente mío, más adelante. Como estaba en el pasillo, yo podía ver con
exactitud de dónde salía cada olor gris que llegaba hasta mí.
Ya en su asiento, el que apestaba levantó
un poco el culo para gritarle una vez más al guarda. “Agradecé que no te maté”.
El policía, todavía adelante con el chofer y el guarda, se dio vuelta para
cruzarse con sus ojos, para desafiarlo, para advertirlo. Para observarlo.
El micro iba a una velocidad constante, ya
había salido de la ciudad y dejado atrás las últimas paradas. No tiene
importancia decir a dónde iba el micro, o de dónde venía. Tampoco de dónde
veníamos nosotros, o a qué lugar queríamos ir, porque no formamos parte de la
historia. O lo hacemos, pero solo como meros testigos que presencian los peores
horrores frente a sus ojos y aun así no pueden dejar sus asientos, emitir algún
sonido, soltar la botellita de agua, sacarse los auriculares. Somos
espectadores, el público de un teatro no realista, sino real. Tan real que
necesito escribirlo y contarlo para que alguien más sienta lo que sentimos, lo
que sentí. O quizás lo escribo para demostrar (y convencerme) que solo fuimos
testigos, que únicamente observamos, y que lo único que pudimos hacer fue
observar.
Al poco tiempo de haberse subido, el que
apestaba había inundado cada rincón del micro con su olor. Los demás, en
silencio, lo odiábamos desde nuestros asientos. Cada tanto nos mirábamos entre
nosotros y movíamos la cabeza de un lado a otro, diciéndonos “esto no puede
ser” sin decirnos nada. Ella no estaba de acuerdo con nosotros, con los demás.
Decía que no podíamos ser tan insensibles, tan desconsiderados con una persona
que atravesaba una situación que los demás, nosotros, no la podíamos siquiera
imaginar. Se mueren a los dos días, me dijo.
El policía (que había vuelto al fondo,
parado contra la puerta del baño), fue hacia el frente, tratando de interpretar
inútilmente las señas que le hacía el guarda. Era de noche, las luces todas
apagadas, salvo dos o tres que iluminaban algún libro. De nuevo, la pistola me
apuntó directo a la cara cuando el policía pasó junto a mí. Solo que esta vez, el arma chocó y se aplastó con el respaldo de mi asiento. Se escuchó un ruido raro. Fue
muy bajito, creo haber sido el único en escucharlo, no lo sé. Un clic, pero
seco. El cañón y yo nos miramos cara a cara, y siguió su camino. Cuando chocó y
se aplastó con el respaldo del asiento de adelante, se escuchó otro ruido,
mucho más fuerte, mucho más violento, mucho más iluminado. El disparo fue
inobjetable. La sangre que salió de la cabeza del de adelante mío salpicó los
tres polarizados distintos. Recuerdo la gente levantándose, mirando
horrorizada. No escuché ningún grito, porque lo único que escuchaba era un
pitido agudo, que no se iba de mis tímpanos aunque me metiera los dedos en las
orejas. Logré darme cuenta que estaba aturdido por la cercana explosión, y pude
ver al policía quieto como un maniquí. Se había quedado así congelado.
De pronto, sin saber cómo, tenía la pistola
en mis manos. Miré hacia abajo, y el uniforme de policía se ajustaba perfecto a
cada parte de mi cuerpo, como si me lo hubiese puesto siglos atrás y nunca
sacado. Había nacido con ese uniforme ya pegado a mi piel.
No solo me convertí físicamente en el
policía; pensaba como él o, más bien, podía saber lo que él pensaba y sentía.
Confusión y odio. Odiaba al que apestaba
más que nunca, más que antes, cuando solo era un tipo sentado en el asiento
cuarenta y dos, que odiaba al que apestaba pero mucho menos que ahora, que era
un policía con un arma en la mano. Lo odiaba mucho más que todas las personas
del micro juntas.
No podía dejar de sorprenderme por todo ese odio, y la pistola fue la que me guió hacia lo que seguramente
hubiese querido hacer si no hubiese estado tan confundido. El que apestaba puso
mi misma cara (mi vieja cara del cuarenta y dos) cuando el cañón lo miró a los
ojos. Pero en su mirada había algo más, una especie de queja, o súplica, o puteada. O todas
ellas juntas.
Además de odiarlo, otra cosa pasaba por mi
cuerpo, por mi cabeza. Un desprecio injustificado, inexplicable. El que
apestaba no era normal; se saltaba el orden de lo establecido, la tranquilidad,
lo seguro. Representaba el desorden. Era la viva imagen de lo extraño, de lo
oscuro. De la subversión. Fluía en mis venas un solo deseo, y lo deseaba con
todas mis fuerzas: reprimir.
El disparo nos iluminó a todos. Ese pequeño
instante nos va a quedar eternamente tatuado en la memoria. Durante esa chispa
efímera, nos vimos a los ojos, vimos el gatillo llegando hasta el fondo
empujado por mi dedo de policía, vimos la bala entrando en la frente del que
apestaba. Vimos, también (y esto será siempre lo más difícil de digerir), la
sangre brotando por todos lados. Vimos (sí, estoy seguro de que todos lo vimos)
el gris de una sangre gris y espesa teñir los tapizados azules, cubrir todo lo
que estuviera alrededor.
Esta es la última vez que intento escribir
esto. No logro entender en qué momento todo se dio vuelta, todo se fue a la
mierda. Nuevamente llego a este punto y lo único que quiero es quemar estas
hojas.
No puedo superar (y creo que nunca lo voy a
hacer) que la sangre gris del que apestaba no haya sido sangre: era ceniza. Una
ceniza gris que nos tapó para siempre como un manto más pesado que el plomo. Un
manto enorme, pesado, eterno. Y gris, hasta el último de nuestros días.
No entiendo si fui yo (el del cuarenta y
dos) el que tuvo ese instinto oscuro, o fue mi extraña experiencia como
policía. En realidad, lo que me interesa saber es si fui yo el que mató al que
apestaba o fue el policía. No me refiero a lo legal y penal; el policía está
preso y no va a salir de allí. Me refiero a mi conciencia, a lo que pensé en
ese momento. Estoy seguro de haber apretado el gatillo, y estoy seguro de haber
querido apretar ese gatillo. Y no fue solo una experiencia extraña, un creer
haber sido policía. Pude haber pensado lo que pensaba el policía. Pero lo
cierto es que yo también lo pensé, yo también justifiqué el disparo con mi
odio, con mi desprecio. Yo también lo maté.
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