Esto que escribo
es una especie de catarsis. No sé si alguien lo va a leer en algún momento, o
si más tarde yo mismo voy a necesitar recordar. No me interesa la escritura,
jamás me importó demasiado. Leí mucho, sí, pero nunca pensé en dar ese paso y pretender
llegar al otro lado, a ser el que guía a los que te leen.
Creo que mi amigo
acaba de morir. Es raro escribirlo, no puedo creer que sea cierto. Es la quinta
lágrima que tengo que limpiar de la hoja, perdón si la tinta se corre un poco.
Mi amigo acaba de morir. Me duele la mandíbula, tengo mucha bronca y no puedo
hacer nada, y sigo apretando los dientes.
Es de noche,
estoy en el centro de la ciudad, en mi refugio. Hace cuatro años que estamos en
guerra. No sé quiénes van ganando, si ellos o nosotros, pero no soy parte del
“nosotros”. Todo se desvió muchísimo, nos engañaron sin piedad. Todavía hay muchos
que creen en lo que se defiende, en lo que nos dicen que se defiende, pero cada
vez menos. Por eso mismo todo se puso más jodido. Más tiros. Menos preguntas.
Más muertos.
Tengo tiempo, mi
refugio está muy bien escondido. Estoy pensando que, quizás, esta sea una buena
oportunidad para difundir lo que logramos con José. Tal vez sirva para que no
haya muerto al pedo. Tal vez sirva para juntarnos a todos.
No creo que
llegue a ningún lado, pero puedo hacer el intento. Mi amigo está muerto, y se
merece que lo haga.
La represión que
instaló el gobierno fue muy efectiva, casi no podemos comunicarnos. Si nos
descubren enviando mensajes, nos llevan. Al que manda o al que recibe. O a los
dos, si logran sacarle un nombre al que agarraron.
Están utilizando
métodos de tortura que desconocemos, pero por su eficacia deducimos que son
atroces.
Perdimos contacto
con casi todos nuestros familiares. Los que no estaban públicamente
comprometidos con alguna causa, se encerraron en sus casas. Los teléfonos ya no
funcionan, internet tampoco. Hay correo, pero enviar algo por ahí es un
suicidio. La única televisión es la que habilita el Estado, consciente de que
algo tenemos que hacer mientras esperamos que nos maten. Los libros, en su gran
mayoría, también fueron prohibidos.
Con ese panorama,
empezamos hace algunos años a pensar cómo comunicarnos. Muchos amigos y
compañeros murieron en el intento. El margen de error es ínfimo, los militares no
son boludos. Ni siquiera sufren traiciones. Esto no fue pensado de un día para
el otro.
El refugio de
José está a cinco cuadras del mío. En otra época, esa distancia no significaba
nada; ahora, es un mundo. No conocí nunca el refugio de José. El mío es grande,
una habitación de tres metros por cuatro, casi un lujo. Por eso decidimos hacer
el primer experimento acá.
Los días pasaban
lento, esperando que en algún momento apareciera el camión del gobierno que
reparte alimentos, porque los supermercados fueron clausurados, como cualquier
otro lugar en donde se puedan cruzar las personas. Mi refugio es el sótano
camuflado de una casona vieja, en donde vive un militar retirado. Está en
contra de esta guerra, del gobierno, de los militares, y por eso me ofreció el
refugio. Es inteligente, conserva una imagen oficialista hacia afuera, pero
hace lo mejor que puede para derrocar al régimen. Es estricto, y no tenemos
contacto, a excepción de algún que otro mensaje que me tira por un agujerito en
el piso, mensaje que después de leerlo tengo que quemar. Muchos de esos
papelitos son mensajes que vienen de afuera, y él me los pasa.
Un día, hace
aproximadamente un año y medio, me tiró un mensaje de José. A José no lo veía
desde el comienzo de la dictadura, o unos días después. Lo conozco desde que
éramos chiquitos y jugábamos fútbol en la plaza. Estuvo unos años en el
exterior, nadie sabe bien haciendo qué. Volvió un mes antes del golpe, y a los
tres días anunciaron la guerra y la represión.
“Tengo algo para
contarte”, era lo primero que decía el papelito. No escatimó en palabras, y me
mandó muchos mensajes más, arriesgando su vida y la mía. Me explicó que, cuando
estuvo afuera, aprendió algo que nos podría servir para cambiar el curso del
país. O, por lo menos, que se agiten un poco las aguas, recuerdo que decía.
Me reveló una
técnica para domesticar moscas. No sé cómo escribirlo para que no suene
ridículo, pero es así. Cuando varias generaciones de moscas fueran adiestradas,
me dijo, las más jóvenes ya tendrían incorporado el hábito, siendo capaces de
transmitir mensajes secretos de una forma muy sencilla: golpeándose contra un
vidrio.
Después de un tiempo,
logramos instalar un criadero de moscas verdes acá en mi refugio. Levanté una
pared corrediza en el fondo de la habitación para que no me molestara el ruido.
Llevó mucho
trabajo, al principio no confiaba en el plan.
Primero, tuve que
buscar cubos de vidrio para las moscas y para las larvas. En el cubo de las
larvas, ponerle tierra y mantenerla siempre seca. Hay, dentro de la tierra,
unas rejillas de papel secante hechas a mano por mí, que absorben la humedad, y
las puedo cambiar todas las semanas cuando tenga unas nuevas. Esto lo estoy
escribiendo en una hoja que iba a ser rejilla, pero las circunstancias me
exigieron otra cosa.
Las moscas ponen
hasta doscientos huevos por vez. Los huevos, que parecen pequeños piñones
amarillentos, eclosionan a las siete u ocho horas, y sale una larva
semitransparente. Son criaturas horribles. Están siempre cerca de algún pedazo
de carne en descomposición, alguna rata muerta que haya por la casa y que el
viejo me consigue, una paloma, a veces fueron gatos. Una vez me dio un perro, y
estuve a punto de abandonar todo. Sabés que el gobierno nunca da carne, decía
el papelito enganchado en el collar del animal frío.
Las larvas tienen
unos ganchitos en su boca, que les permiten meterse en la carne para
alimentarse hasta alcanzar su desarrollo completo. Cuando terminan, se mudan a
la tierra y se entierran. Por un proceso químico, se secan por fuera, y cuando
la mosca crece dentro del cascarón, lo rompen inflando su cabeza. Vi tantas
veces el proceso, que ya perdí el asco.
Una vez que se
despliegan las alas, vuelan por un embudo que las lleva a otro cubo de vidrio,
en donde están todas las moscas adultas y donde se alimentan por primera vez.
Por una ranura, tiro una preparación que es la que logra adiestrar a la mosca:
miel y cocaína. La mosca la prueba y no puede dejar de consumirla.
La segunda vez
que se alimentan, permite que las divida en grupos. Treinta y siete grupos,
para ser exactos: veintisiete letras del abecedario, y los números del cero al
nueve. Cada grupo va a un cubo de vidrio aparte, pero entre ellos no se pueden
ver, porque se tapan las paredes divisorias con cartones. Lo que se consigue es
una estantería enorme de moscas.
Hay que aclarar
que las primeras diez generaciones de moscas no fueron divididas en grupos.
Hacía falta que transmitieran a sus crías la adicción por la cocaína, y la
atracción irresistible por la luz incandescente.
Cuando se les da
la comida, se ilumina con una linterna el código que se les quiere enseñar.
Utilizamos el código Morse, no nos pareció necesario inventar uno propio. La
comida las atonta, y la luz incandescente las atrae, lo que hace que se golpeen
con el vidrio cuando encendemos la lámpara, y el tiempo que dure encendida. A
los dos meses, las moscas se golpean solas cuando ven la luz, aunque esta no
emita ningún código.
La primera parte
del plan era ésa, el lenguaje. La otra, cómo hacer para transmitirlo de un
lugar a otro.
Hace muchos años,
el gobierno cambió todas las lámparas de las casas, de la ciudad, de todos
lados, en un intento absurdo por entrar en la moda economizadora y bajar el
gasto. Así, ya no se encendían lámparas incandescentes en ningún rincón. Las
moscas no se sienten tan atraídas por los focos de bajo consumo, lo que
facilitó nuestro proyecto.
El otro
ingrediente indispensable para la transmisión era la miel con cocaína, claro.
La adicción generaba una habilidad especial en las moscas para detectar más
droga y más luz incandescente, aún a cientos de metros de distancia.
A las doce del
mediodía y a las doce de la noche, se sacaba lo más afuera posible un
recipiente con la mezcla, con tela mosquitera. Se elegía una mosca por letra,
se la soltaba al aire y ella iba hasta donde estaba su comida. Cuando llegaba a
destino, el que recibía el mensaje tenía que encender una lámpara incandescente
detrás de un vidrio, y la mosca revelaba el código. Si el otro no contestaba
después de dos días, se volvía a enviar el mensaje. Si persistía el silencio,
significaba lo peor.
No fue una tarea
sencilla, y muchas veces sentí que había perdido la razón y le seguía el juego
a un loco de mierda. Pero, a los pocos meses, logré enviarle mi primer mensaje
por mosca a José: “rev”, de revolución.
Al mes siguiente,
José estaba criando sus propias moscas verdes. El primer mensaje por mosca lo
envié hace diez meses, entonces tardé aproximadamente ocho meses en lograrlo.
Mi amigo lo recibió diez minutos después. Era una maravilla.
Por moscas me
enteré que la guerra era cada vez más insostenible, que los mundiales de fútbol
continuaron sin nuestra participación, que mi hermana había muerto.
Hace cuatro días
que no tengo noticias de José. Me van a encontrar, fue su último mensaje, y
tardó veinte minutos en transmitírmelo completo. Si lo encontraron, lo mataron.
O peor, descubrieron todo y lo están torturando.
Tengo todos sus
mensajes explicándome el proyecto guardados en una lata aplastada de salsa de
tomates. En ellos me explicó las medidas recomendadas para los cubos, la
tierra, la forma de alimentar y criar las moscas, cómo enseñarles a hablar por
nosotros, cómo enviarlas. Está, también, el código entero, por si todavía hay
alguien que no se lo sabe ya de memoria.
Voy a salir, voy
a hacer lo posible por enviarle esto a alguien. No puedo decir el apellido de
José, no puedo poner en peligro a su familia, y me es muy difícil no hacerlo,
consciente del gran riesgo de que su nombre quede en el olvido, que nadie lo
recuerde como el que ideó esto.
Mi única
esperanza (a esta altura, lo único que me queda) es su hermana. Si la historia
llega a sus oídos, y nuestros nombres también, va a entender quién fue José. Yo
lo gritaría a los cuatro vientos cuando la dictadura termine, pero no creo
llegar vivo a ese momento.
Transcribo acá
una de las últimas cosas que me dijo José en sus papelitos: “tal vez esta sea
nuestra única alternativa de resistencia, tal vez podamos unirnos y luchar
desde adentro, tal vez sea una idea de mierda y nos cueste la muerte, pero no
me voy a quedar de brazos cruzados. Si las moscas vuelan, nosotros hablamos. En
silencio gritaremos más fuerte que nunca”.
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