Ir al contenido principal

bollitos de papel


Un papelito va girando por la vereda, empujado por el viento. Como un nene que juega, el papelito salta de un lado al otro, dando vueltas, hasta que choca con el zapato, gigante como un colectivo. El zapato es negro, está un poco sucio, pero es un lindo zapato.

El dueño del zapato está quieto, mirando el cuaderno que tiene en una mano. Con la lapicera que tiene en la otra mano, tacha lo que había escrito. Arriba de lo que tachó hay otros cadáveres también tapados por líneas alborotadas. Uno no debería tachar lo que escribe y no le gusta, piensa. Tendría que dejarlo, que quede ahí, algún día lo voy a ver y sentir el paso del tiempo, el avance de mi vida. De dónde saldrán esas cosas que escribo, esas cosas tan insulsas.

El hombre vuelve a escribir.

La mitad de las manos del mundo se mean encima cuando t-

Tacha con más fuerza que antes. Sigue rayando la hoja. Se lo ve enojado. Arranca la hoja y la arruga.

Aprieta la mano con la hoja dentro. Se imagina a la hoja desapareciendo en su piel, pasando a ser parte de su cuerpo. Cuántas cosas tachadas tendré dentro mío. Soy como una hoja gigante llena de rayas negras, azules, rojas; lastimado por tantas cosas tachadas, una raya arriba de otra raya, y así hasta que no queda nada de la hoja, nada de mí.

De pronto, su sangre es negra y espesa como la tinta de la lapicera. Se descompone, siente que se va a morir, que su corazón no puede bombear la sangre. 

Pero su corazón late ahora mucho más lento. Siente su esfuerzo en su pecho. Siente la tinta en los demás, que se mueven mucho más rápido que antes. Todos lo miran, saben que su sangre es de tinta espesa. Un mosquito se asienta en su brazo. Lo pica. El mosquito absorbe y al ratito cae muerto.

Abre la mano y deja caer la hoja, hecha un bollito. El bollito llega al piso. Una brisa lo empuja, y el bollito empieza a andar, girando por la vereda. Pero mucho más lento que el papelito que sigue apoyado en el zapato. El bollito apenas se mueve, pesado por su propio peso, pesado por la tinta de tantas tachaduras dentro suyo. Tachaduras de sangre, rayas negras, una arriba de la otra. Una más pesada que la otra, cada vez más viva, cada vez más lenta.

El bollito aplasta al mosquito muerto. Cuando avanza, el mosquito ya no está. Tampoco se lo ve en el bollito. Pero está dentro de él, como todo lo que toca, como todo lo que siente. Todo está dentro del bollito de papel.  

Comentarios

Entradas más populares de este blog

memorias de un piji

Esta no es una historia que inventé yo, sino que se inventó sola, mientras un piji revoloteaba dentro de auto gris. Lo único que estoy haciendo aquí es escribirla. Muchos años antes que esta tarde, allá por diciembre del dos mil tres, entré a la habitación de mi madre. Tenía diez años. Ella estaba en su cama, con los ojos todavía húmedos, abrazada a uno de mis hermanos. Hacía una semana que su madre, mi abuela, había fallecido. Trataba siempre de llorar en silencio, en su cuarto, para no entristecernos, para que seamos menos infelices, quiero creer. En ese momento hablaba con mi hermano de algo que no no escuché. Ahora, supongo que ella le estaba contando anécdotas de Carmita, su madre, porque le hablaba con una voz suave y lenta, en un susurro envolvente, mirándolo tiernamente a los ojos desde arriba mientras le acariciaba los rulos. Lo miraba a él, y la miraba a ella. Mi hermano tenía la vista puesta en la pared, o en otro lugar, en los lugares que mi madre le relataba, y la boca...

volando por ahí, y estoy

Estaba a pocos metros de la esquina de Santiago del Estero y Humberto Primo, esperando el 60. Adelante mío había una mujer que no tenía más de treinta años. Llevaba puesta una remera no tan blanca, y unos pantalones verdes. En la mano tenía una campera pesada, y la agarraba con desprecio, quizás porque hacían más de veinte grados y ahora tendría que cargar con ella toda la tarde. Se acercó un señor grande, con pantalones y campera del mismo color, un verde podrido. Estaba sucio, y caminaba como Tribilín, encorvado hacia delante, con las manos en los bolsillos. “Vendo merca, paco, porro, vendo”, seguía gritando, mientras se filtraba entre los autos que esperaban el verde del semáforo.  Se paró al lado de la mujer de la campera, del otro lado de la señal azul que indica la parada del colectivo. Abrió el basurero naranja y escupió adentro. “Vendo merca, paco, porro, vendo”, volvió a gritar, y se reía, y se repetía como para sí mismo “vendo merca”, mirando el suelo y asintiendo lenta...

de bondi

-¿Y vos, que pensás hacer después? -Nada, si el pelotudo este no me llama. -Pero hagamos algo entonces. -¿Y que querés que haga? -No se, nos juntemos con los chicos. -No puedo, te dije que tengo que esperar que me llame. -No podes quedarte toda la noche esperando que te llame. -Ya quedamos así. -¿No podés cambiar? -¿Y como querés que haga, boluda? -Esta bien, dejá. -¿Ahora te enojás? -No, todo bien. -No me jodas. -Posta. -¿Podés ser menos infantil? -Claro, soy yo la infantil ahora. -¿Perdón? -Nada, no importa. -Decíme -Nad- -Decíme, te dije. -Nunca podés hacer nada. -Ya sabés que es lo que pasa. -No, no sé. -... . -¿Qué pasa? -Nada. -Decíme. -Estoy mal. -¿Por? -Cortamos. -¿Hace cuánto? -Dos meses. -¡¿Qué?! -No les quise decir nada; ustedes lo querían mucho. -Te queremos más a vos. -Y no quería que se enteraran. -Sos una tarada. -Ya lo sé. -Vení, abrazame. -Gracias. -Te quiero. -Yo más. Pero sos una tarada.