Hoy, un mate me
salvó la vida. A pesar de ser un profundo y potente defensor y promotor de esta
infusión, jamás hubiera pensado que iba a evitar que muriese.
Morir, así, de un
instante al otro; nada de morir de cansancio, o de sed.
Morir.
Estaba yo sentado
sobre una piedra, en medio de casi treinta bestias humanas y salvajes. Todos estábamos
en piedras distintas pero iguales, piedras que parecían yemas de pulgares
salidas de la misma tierra húmeda, pulgares de casi treinta gigantes que
levantaban sus manos para permitirnos sentarnos en sus dedos, como monos que
acicalaban su dura piel.
Estábamos en la
selva. Mil especies distintas de plantas y flores se movían apenas acariciadas
por una brisa imperceptible, una brisa que, ahora, no sabría decir si era el
viento o nuestra propia respiración.
Cada tanto, todos
nos mirábamos; cuando nuestros ojos se cruzaban, los movíamos hacia otro lado,
asustadizos, inseguros.
Sentados en las
piedras escuchábamos atentos a una de las bestias que hablaba –también sobre
una piedra– enfrentada a todos nosotros. Nos contaba sobre expresiones y
sensibilidades tan efímeras como revolucionarias, tan hermosas como
inentendibles. Sus palabras, quizás, eran las que movían las hojas alrededor,
entumecidas y libradas a su encanto.
Días atrás, un bicho,
que vive en una de las flores más hermosas de la selva, me había envenenado. El
veneno de este bicho no mataba al instante -lo que hubiese preferido cien
veces-, sino que, de a poco, su toxina se metía por las venas y viajaba
despacio hasta paralizar primero el corazón, y después el resto es sabido.
No es que yo no
supiera de mi estado, pero uno no puede quedarse tirado en su cama esperando
morir, mientras la selva sigue su curso.
Ahí estaba yo,
entonces, bajo el sopor en el que se encontraban nuestras cabezas, envueltas
por la voz de la bestia que hablaba, cuando percibo que el veneno (quizás
impulsado por el ambiente caliente y quieto que reinaba en ese momento en medio
de la efervescencia de la selva) entra en mi corazón.
Es muy fácil
darse cuenta de esto: la piel llora sudor, el estómago se estruja como un paño
que quiere expulsar el agua sucia, por los costados del lugar aparece una
neblina blancuzca y densa (solo visible para la víctima), la lengua se
endurece, los ojos se sumergen en petróleo transparente, y así.
En esa situación
estaba yo, llegando al último síntoma: la asfixia previa a la muerte. De pronto,
una de las bestias sentada a mi lado me pasa un mate. Yo no estaba tomando
mate, ni siquiera estaba comiendo (efecto, claro, de la ponzoña). Tampoco conocía
a aquella bestia peluda y extraña. Sin embargo, estiró su mano sin verme, sin
saber que yo estaba muriendo desapercibido.
Agarré el
recipiente y aspiré por la bombilla plateada, pensando que no había nada más
honorable para morir que un mate caliente.
Aspiré largo y
profundo, hasta que no quedó más agua dentro, hasta que la yerba se quejó ruidosa
por su vacío interior.
El agua del mate
llegó hasta mi estómago, lavando todo a su paso, y se quedó ahí solo unos
segundos. Uno, dos, tres.
Vomité.
Un líquido negro
salió de mi boca. Negro y baboso. Lo más extraño era que el líquido latía. Latía
como mi corazón envenenado.
Me quedé estupefacto,
llorando como cuando se llora de alivio y de agradecimiento, sin poder
controlarlo mucho, pero tampoco haciendo un escándalo. Todos se quedaron
mirándome, sin entender mucho qué pasaba.
Cuando me fui de
las piedras pulgares, me agarré el pecho. Sabía, en el fondo, que el veneno
todavía estaba allí; había descubierto, sin embargo, que existían algunos
remedios que aparecían de la nada, cuando menos se los esperaban.
Una mona vieja y
chiquita me miraba desde lo alto de una rama. Mascaba algo, muy lento. Yo también
la miré. Estás vivo, me susurró.
–Por eso duele –,
dijo, y se fue.
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