¿Qué pasaría si
todo fuese una farsa, como esas en las que todo es de cartón y fantasía, con
gente que camina a tu lado, te choca, te mira disimuladamente, quizás te
sonríe, toda gente actuando ser gente, ser nadie, y el único que no está
enterado de esto soy yo, solitario idiota que avanza baldosa a baldosa, pisando
las grietas del asfalto viejo y también falso, esquivando autos de cotillón en
una bicicleta desinflada, con frenos que apenas frenan, como si quisieran
recordarme lo inútil que son mis manos cuando de chocar se trata, aunque jamás
choque porque no está escrito en el guion de la comedia, y lo único escrito sea
una sola palabra, la farsa, levantando bambalinas con forma de edificios
importantes y sinceros, salpicando de realidad todo a mi alrededor con gotas de
alquitrán, empujando personas para cruzarlas en mi camino, haciéndome
responsable de eludirlas o llevármelas puestas cuando yo no tengo ninguna
decisión, y lo único real, lo único escrito cuando se rasca con fuerza (mucha
fuerza) la farsa, es el dolor, el dolor de esquivar, el dolor de chocar, el
dolor de apretar con angustia los dientes esperando que toda la farsa alrededor
sea verdad y sabiendo que es una farsa, el dolor de sonreír ante la mentira, el
dolor de callar la voz para no gritar contra toda la farsa inmunda que atosiga,
el dolor de sentir el alquitrán correr por la piel arrancando pelos y quemando
rasguños, el dolor de quedar tirado en medio de la farsa, sin poder respirar,
mientras la farsa sigue su farsa, mientras todos bailan y toman, mientras
afuera, por entre los pequeños espacios de la música trucha, se escuchan los autos
todavía pasar sin descanso, porque la farsa jamás descansa (ni siquiera en las
noches cálidas y hermosas en las que parece que todo se sale de libreto), jamás
afloja la soga que nos aprieta el cuello, que nos aprieta el pecho y no nos
deja ser libres de andar, de llorar, de saltar, libres de amar, y qué pasaría
si todo fuese de verdad?
Esta no es una historia que inventé yo, sino que se inventó sola, mientras un piji revoloteaba dentro de auto gris. Lo único que estoy haciendo aquí es escribirla. Muchos años antes que esta tarde, allá por diciembre del dos mil tres, entré a la habitación de mi madre. Tenía diez años. Ella estaba en su cama, con los ojos todavía húmedos, abrazada a uno de mis hermanos. Hacía una semana que su madre, mi abuela, había fallecido. Trataba siempre de llorar en silencio, en su cuarto, para no entristecernos, para que seamos menos infelices, quiero creer. En ese momento hablaba con mi hermano de algo que no no escuché. Ahora, supongo que ella le estaba contando anécdotas de Carmita, su madre, porque le hablaba con una voz suave y lenta, en un susurro envolvente, mirándolo tiernamente a los ojos desde arriba mientras le acariciaba los rulos. Lo miraba a él, y la miraba a ella. Mi hermano tenía la vista puesta en la pared, o en otro lugar, en los lugares que mi madre le relataba, y la boca
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