Soy nada
dice la nada
y todos
en silencio
le creemos.
Llevamos las
marcas ardientes de la historia, las ocultamos, herejes, herrajes de una vida
que fue y queremos que deje de ser, puerta vaivén de lo que escapa a nuestro
riguroso control poblacional de sentimientos. Llevamos las marcas ardientes de
nuestra historia, esperando transformarlas en letra, en flor, en movimiento,
tallándoles una coma en donde había un punto, creyendo en nuestro dominio del
mundo, de nuestro mundo, estirando hasta el absurdo el todo pasado, obligado a
ser todo futuro.
¿Qué pasa
cuando la
nada
nos grita
en nuestra
cara helada
que lo es
todo?
Llevamos las
marcas ardientes de nuestra historia, avergonzados (las marcas que arden
siempre avergüenzan), llovidos por los ojos del mundo, los ojos felices del
mundo hermoso, que miran como en el zoológico la jaula de los quemados, de los
que sin darse cuenta escriben amor más de veinte veces por día. Los compadecen.
Les tiran maní con forma de canción.
La nada
sin embargo
nunca grita
la nada es
todo
diciendo ser
nada.
Llevamos las
marcas ardientes. Punto. No. Llevamos las marcas ardientes ocultas, hasta que
el metal deja de ser naranja, hasta que la hoja de este cuaderno deja de ser un
universo por decir, y pasa a ser un pequeño pedazo de consuelo, un contorno
filoso del dolor, un sinsentido de saliva volcada en tinta, una nueva forma de
llorar.
La nada
es todo
cuando no
hay nada,
y todo
no es nada
cuando hay
todo.
Llevamos las
marcas ardientes. Las llevamos como banderas. Abrir el corazón, mostrar las
marcas al mundo (sus ojos). Decir acá estoy. Decir este soy yo, estas son mis
marcas. Nuestros corazones no están hechos de tejido: están hechos de marcas.
Este soy yo.
Estas son
mis marcas.
Y con mis
marcas te invoco.
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