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nuestras miserias




Y un día nos dimos cuenta que nuestra única preocupación era si tener un perro o no. Si nos bancaríamos tener que sentirnos atados a un lugar porque un animal vivía ahí (el animal no podría salir por su cuenta, vagar por un monte lleno de posibilidades para matar el hambre, arreglárselas solo y sobrevivir dos días sin nadie), o tener que ser de quienes dependa la salud de otro ser vivo además de nuestros propios cuerpos. 

No la única, claro. Pero esa noche, cuando la discusión nos regaló un descanso y nos miramos los cuatro, lo sentimos. La risita de uno, o la vista perdida en el techo y en las paredes de otro (en las esquinas hermosas, en los ventanales de hierro, en las plantas envolviéndonos). Todo nos pertenecía: el tiempo, las ganas de quedarnos tomando ese vino hasta que cayera la última gota que el cielo tenía para ofrecernos, la carne que sobraba en nuestros platos, nuestros cuerpos. Nuestros cuerpos. Eso era: la asimilación de la sangre escurriéndose por nuestras arterias, los ciento y tanto latidos por minuto del corazón, los pies pechando las zapatillas todavía mojadas, el pelo acariciando las orejas, los ojos humedeciéndose bajo los párpados. Las manos relajadas. 

No nos importaba ya la semana de mierda que habíamos pasado, ni las peleas, ni los quilombos de cada uno, ni los de uno con otro, ni la insistencia con la que el agua se filtraba por las fisuras del techo, ni la poca plata que estábamos consiguiendo para zafar. Estábamos los cuatro arriba del barco en una tormenta oscura, en vías de empeorar, pero sosteniendo las velas con toda la fuerza. Juntos.

Nos entró como un soplo de viento fresco. Hacía frío, pero igual nos gustó. 

Las veces que dejamos de amarnos, aquellas que nos matamos a palabras, o las que no quisimos hacer otra cosa más que enterrarnos en un sueño: a todas esas atravesó el soplo. Las traspasó de lado a lado, les pasó un alfiler y las colgó de una soga que miraba desde lejos, tranquilo, sin alterarse.

Y cuando sentimos lo que el soplo nos traía, cuando nos hizo sentir esa nube firme y compañera, todo fluyó. 

Las espaldas se apoyaron en las maderas, los labios fueron mojados por nuestras lenguas y lanzados a gesticular, las sonrisas se convidaron. 

No puede ser tan malo un perro, entendimos. Pero lo entendimos sin mencionarlo. Y nos cobijó la felicidad y el cansancio del día largo con buen final.

Esa noche todos logramos dormirnos temprano. Soñamos con su cara de cachorro, las patas gordas y movedizas. 

Esa noche vencimos nuestras miserias. 

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